Hoy cumpliré veinte años. Amargura sin nombre de dejar de ser niño y empezar a ser hombre; de razonar con lógica y proceder según los Sanchos, profesores del sentido común.
Me son duros mis años y apenas si son veinte- ahora se envejece tan prematuramente; se vive tan de prisa, pronto se va tan lejos que repentinamente nos encontramos viejos en frente de las sombras, de espaldas a la aurora y solos con la esfinge siempre interrogadora.
¡Oh madrugadas rosas, olientes a campiña y a flor virgen; entonces estaba el alma niña y el canto de la boca fluía de repente y el reír sin motivo era cosa corriente!
Iba a la escuela por el más largo camino tras dejar soñoliento la sábana de lino y la cama bien tibia, cuyo recuerdo halaga sólo al pensarlo ahora; aquel San Luis Gonzaga de pupilas azules y rubia cabellera que velaba los sueños desde la cabecera.
Y aunque íbamos despacio, al fin la callejuela acababa y estábamos enfrente de la escuela con el "Mantilla" bien oculto bajo el brazo y haciendo en el umbral mucho más lento el paso, y entonces era el ver la calle más bonita, más de oro el sol, más fresca la alegre mañanita.
Y después, en el aula con qué mirada inquieta se observaban las huellas rojas de la palmeta sonriendo, no sin cierto medroso escalofrío, de la calva del dómine y su ceño sombrío.
Pero, ¿quién atendía a las explicaciones? Hay tanto que observar en los negros rincones y, además, es mejor contemplar los gorriones en los nidos, seguir el áureo derrotero de un rayito de sol o el girar bullanguero de un insecto vestido de seda rubia o una mosca de vellos de oro y alas de color de luna.
El sol es el amigo más bueno de la infancia; nos miente tantas cosas bellas a la distancia, tiene un brillar tan lindo de onza nueva! Reparte tan bien su oro que nadie se queda sin su parte; y por él no atendíamos a las explicaciones.
Ese brujo Aladino evocaba visiones de las mil y una noches -de las mil maravillas- y beodas de sueño nuestras almas sencillas sin pensar, extendían sus manos suplicantes como quien busca a tientas puñados de brillantes.
Oh, los líricos tiempos de la gorra y la blusa y de la cabellera rebelde que rehúsa la armonía de aquellos peinados maternales, cuando íbamos vestidos de ropa nueva a Misa dominical, y pese a los serios rituales, al ver al monaguillo soltábamos la risa.
Oh, los juegos con novias de traje a las rodillas, los besos inocentes que se dan a hurtadillas a la bebé amorosa de diez o doce años, y los sedeños roces de los rizos castaños y las rimas primeras y las cartas primeras que motivan insomnios y producen ojeras.
¡Adolescencia mía! te llevas tantas cosas, ¡que dudo si ha de darme la juventud más rosas!, ¡y siento como nunca la tristeza sin nombre, de dejar de ser niño y empezar a ser hombre!
Hoy no es la adolescente mirada y risa franca sino el cansado gesto de precoz amargura, y está el alma, que fuera una paloma blanca, triste de tantos sueños y de tanta lectura...!
Llamé a tu corazón… y no me ha respondido… pedí a drogas fatales sus mentiras piadosas… en vano! contra ti nada puede el olvido: he de seguir de esclavo a tus plantas gloriosas!
Invoqué en mi vigilia; la imagen de la Muerte y del Werther germano, el recuerdo suicida… y todo inútilmente! el temor de perderte siempre ha podido más que mi horror a la vida!
Bien puedes sonreír y sentirte dichosa: el águila a sus plantas se ha vuelto mariposa, Dalila le ha cortado a Sansón los cabellos;
mi alma es un pedestal de tu cuerpo exquisito; y las alas, que fueron para el vuelo infinito, como alfombra de plumas están a tus pies bellos!