La Nayade
(Humberto Fierro)
Me creía orgulloso
y un corazón muy seco,
viviendo en mis dominios
como un hidalgo tétrico.
Juzgaba que mi gusto
fragante a tomilleros.
Era matar la corza
batida por los perros.
y al deshojar un día
las rosas del deseo,
bañando las distancias
En luces de oro viejo,
la sorprendí en un claro
que hacían lo enebros
y entre las rubias frondas
los céfiros traviesos
mecían el columpio
de un Fragonard de ensueño.
Yo la llamaba Náyade
por sus marfiles griegos
y por tu talle lánguido
como los juncos tiernos.
Me sonrió unas veces
con un silvestre miedo,
como la sensitiva
que va a plegar sus pétalos;
mas ay! No era un espíritu
de encadenar con besos:
temía despertarme
pues sé que siempre sueño.
Y al fin, un dulce día
se hundió en el lago eterno,
dejando entre mis manos
los círculos concéntricos
y fuimos desgraciados
y siempre lo seremos.
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